En aquellos días nublados, Robert Neville no podía saber cuando se ponía el sol, y a veces ellos ya estaban en las calles antes de que él regresara. La hora del crepúsculo estaba unida para él, por los hábitos de toda una vida, al aspecto del cielo, y prefería entonces no alejarse demasiado.
Caminó lentamente alrededor de la casa, en la luz grisácea y débil, con un cigarrillo colgándole de la boca, y arrastrando por encima del hombro un hilo de humo. Revisó las ventanas en busca de alguna madera floja. Los ataques más violentos dejaban tablones rotos o arrancados en parte, y debía reemplazarlos. Odiaba esta tarea. Hoy, asombrosamente, sólo faltaba un tablón.
En el patio examinó el invernadero y el tanque de agua. A veces los hierros que protegían al tanque se habían aflojado, y los caños estaban retorcidos o rotos. A veces, en el invernadero, las piedras arrojadas por encima del muro habían agujereado la red protectora, y tenía que cambiar algunos vidrios.
Pero el tanque y el invernadero estaban hoy intactos.
Volvió a la casa. Mientras abría la puerta de calle, vio en el espejo una distorsionada imagen de sí mismo. Un mes antes había clavado allí aquel espejo agrietado. Pocos días más tarde, alguno trozos caían en el porche. Que siga cayendo, pensó. No colgaría allí otro condenado espejo; no valía la pena. Había puesto en cambio algunas cabezas de ajo. Era más eficaz.
Atravesó lentamente el oscuro silencio de la sala, dobló por el pasillo de la izquierda, y entró en el dormitorio.
En otro tiempo los adornos habían abarrotado la habitación, pero ahora todo era enteramente funcional. Como la cama y el escritorio ocupaban tan poco espacio, había transformado una pared en almacén.
En el estante había un serrucho, un torno y una piedra esmeril. Sobre él, en la pared, todo un muestrario de herramientas.
Neville tomó un martillo y extrajo del desorden de una caja unos pocos clavos. Volvió a salir, y clavó rápidamente el tablón en la persiana, arrojando los clavos sobrantes en la derrumbada puerta próxima.
Durante un rato, se quedó allí, de pie en el jardín, observando la calle larga y silenciosa. Era un hombre alto, de treinta y seis años de edad, de ascendencia inglesa y alemana. Nada de notable había en su rostro, excepto la boca, ancha y firme, y los ojos azules y brillantes, que observaban ahora las ruinas de las casas aledañas. Las había quemado para evitar que vinieran por los techos.
Caminó lentamente alrededor de la casa, en la luz grisácea y débil, con un cigarrillo colgándole de la boca, y arrastrando por encima del hombro un hilo de humo. Revisó las ventanas en busca de alguna madera floja. Los ataques más violentos dejaban tablones rotos o arrancados en parte, y debía reemplazarlos. Odiaba esta tarea. Hoy, asombrosamente, sólo faltaba un tablón.
En el patio examinó el invernadero y el tanque de agua. A veces los hierros que protegían al tanque se habían aflojado, y los caños estaban retorcidos o rotos. A veces, en el invernadero, las piedras arrojadas por encima del muro habían agujereado la red protectora, y tenía que cambiar algunos vidrios.
Pero el tanque y el invernadero estaban hoy intactos.
Volvió a la casa. Mientras abría la puerta de calle, vio en el espejo una distorsionada imagen de sí mismo. Un mes antes había clavado allí aquel espejo agrietado. Pocos días más tarde, alguno trozos caían en el porche. Que siga cayendo, pensó. No colgaría allí otro condenado espejo; no valía la pena. Había puesto en cambio algunas cabezas de ajo. Era más eficaz.
Atravesó lentamente el oscuro silencio de la sala, dobló por el pasillo de la izquierda, y entró en el dormitorio.
En otro tiempo los adornos habían abarrotado la habitación, pero ahora todo era enteramente funcional. Como la cama y el escritorio ocupaban tan poco espacio, había transformado una pared en almacén.
En el estante había un serrucho, un torno y una piedra esmeril. Sobre él, en la pared, todo un muestrario de herramientas.
Neville tomó un martillo y extrajo del desorden de una caja unos pocos clavos. Volvió a salir, y clavó rápidamente el tablón en la persiana, arrojando los clavos sobrantes en la derrumbada puerta próxima.
Durante un rato, se quedó allí, de pie en el jardín, observando la calle larga y silenciosa. Era un hombre alto, de treinta y seis años de edad, de ascendencia inglesa y alemana. Nada de notable había en su rostro, excepto la boca, ancha y firme, y los ojos azules y brillantes, que observaban ahora las ruinas de las casas aledañas. Las había quemado para evitar que vinieran por los techos.
Tijeretazo de Soy Leyenda, de Richard Matheson