… pero les adoro.
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Es costumbre por acá hablar de los juegos de mesa que me gustan, pero hoy no me apetece. Rat Hot es un juego para dos personas que ni me divierte a mí, ni probablemente divertirá a nadie después de tres o cuatro partidas. Pese a ello, le dedicaré unas líneas.
El juego funciona como una especie de dominó. Al principio, todas las fichas están a un lado boca abajo, aguardando a ser colocadas. Los jugadores toman las fichas por turno y las van colocando boca arriba sobre la zona de juego. La idea es que el jugador que juega con verdes agrupe casillas con especias verdes, y el otro jugador haga lo propio con las especias rojas. Cada vez que un jugador crea o modifica un grupo de especias de un color el jugador que lleva ese color gana puntos. Por otro lado, el jugador verde perderá la partida fulminantemente si aparecen en juego tres ratas verdes, y lo mismo le pasará al jugador rojo si aparecen tres ratas rojas. Afortunadamente se pueden tapar las ratas que han aparecido, simplemente apilando fichas unas encima de otras. La única regla al respecto es que no se puede apilar sobre espacios vacíos ni de modo que una ficha cubra totalmente otra ficha. Así pues, si queremos colocar una ficha apilada, debemos cubrir con sus tres casillas otras tres casillas de, al menos, dos fichas distintas que estén colocadas en el nivel inferior. Esa es la mayor complicación que encontraréis en Rat Hot. Estamos ante un juego aburrido que ni siquiera tiene la decencia de tener unos componentes bonitos.



Unos años antes, cuando Randy se cansó de la presión incesante en la mandíbula inferior, fue al mercado de cirugía oral del centro norte de California buscando a alguien que le sacase las muelas del juicio. El dentista le tomó una de esas placas de rayos X totales de la mandíbula inferior, de esas en las que te forran la boca con medio rollo de película de alta velocidad, te fijan la cabeza y la máquina de rayos X da vueltas a tu alrededor lanzando radiación a través de una rendija, mientras todo el personal del dentista se oculta tras una pared de plomo, lo que produce una imagen impresa que es la distorsión no demasiado agradable de tu mandíbula en un único plano. Mirándola, a Randy se le ocurrieron analogías groseras como “cabeza de hombre aplastada varias veces por una apisonadora mientras estaba tendido de espaldas” e intentó considerarla como una transformación de cartografía, una más en la larga historia de la humanidad de intentar descabelladamente representar cosas tridimensionales sobre una superficie plana. Las esquinas de ese plano de coordenadas estaban ancladas en las muelas del juicio, que incluso para alguien con tan pocos conocimientos odontológicos como Randy ofrecían un aspecto inquietante porque cada una tenía el tamaño de un pulgar (aunque quizá se tratase de una distorsión de la transformación de coordenadas, como la famosa Groenlandia hinchada de Mecator) y estaban muy separadas de cualquier otro diente, lo que (lógicamente) las situaría en partes de su cuerpo que normalmente no se consideran territorio de un dentista y el ángulo no era el correcto; no es que estuviesen ligeramente inclinadas, sino casi invertidas y hacia atrás. Al principio lo atribuyó todo al fenómeno Groenlandia. Con el mapa de la mandíbula en la mano, se echó a la calle del territorio de las Tres Hermanas buscando un cirujano oral. Estaba empezando a ponerse nervioso. ¡Eran unas muelas enormes! Traídas por la acción de hebras de ADN antiguas de la época de los cazadores recolectores. Diseñadas para reducir la corteza de los árboles y el cartílago de mamut a una pasta fácil de digerir. Ahora esos pedruscos de esmalte viviente estaban horriblemente a la deriva en una grácil cabeza de cromagnon que simplemente no tenía espacio para ellos. Sólo había que considerar el peso extra que cargaba. Sólo había que considerar los usos que se podían dar a ese espacio. Cuando hubiesen desaparecido, ¿qué llenaría el espacio de los enormes vacíos en forma de muela de su melón? No tenía demasiada importancia hasta que encontrase la forma de deshacerse de ellas. Pero un cirujano oral tras otro lo rechazó. Ponían la placa en las cajas de luz, la miraban y palidecían. Quizá no fuese más que la luz pálida que salía de las cajas pero Randy podría jurar que empalidecían. Falsos –como si las muelas del juicio saliesen normalmente en otro sitio-, ellos comentaban que las muelas del juicio estaban enterradas muy, muy, muy profundamente en la cabeza de Randy. Las de abajo estaban tan atrás que eliminarlas prácticamente rompería estructuralmente el hueso en dos; en ese punto, un movimiento en falso haría que un pico de demolición quirúrgico llegase a su oído medio. Las de arriba estaban tan profundamente metidas en el cráneo que las raíces estaban enroscadas en partes del cerebro que normalmente se ocupan de la percepción del color azul (a un lado) y la capacidad de suspender la incredulidad en las películas malas (al otro), y entre las muelas y el aire, la luz y la saliva había muchos niveles de piel, carne, cartílago, nervios importantes, arterías que alimentaban el cerebro, abultados nodos linfáticos, vigas y puntales de hueso, médulas que funcionaban perfectamente, algunas glándulas de cuyo funcionamiento se conocía inquietantemente poco y muchas de las otras cosas que hacían que Randy fuese Randy, todas ellas pertenecientes definitivamente a la categoría de elementos que es mejor no tocar.
Parecía que a los cirujanos orales no les gustaba meterse en la cabeza más allá de los codos. Habían estado viviendo en grandes mansiones y conduciendo berlinas Mercedes-Benz al trabajo mucho antes de que Randy hubiese arrastrado su triste culo a sus consultas cargando con la placa de rayos X y no tenían absolutamente nada que ganar intentando sacarlas, no tanto las muelas del juicio en el sentido normal sino presagios apocalípticos del Libro de las Revelaciones. La mejor forma de sacarlas era con una guillotina. Ninguno de esos cirujanos se plantearía siquiera proceder a la extracción hasta que Randy hubiese firmado una excepción de responsabilidad legal demasiado gruesa para ir grapada, algo que vendría en un archivador, cuyo contenido general sería más o menos que una de las consecuencias normales de la operación sería que la cabeza del paciente acabase flotando en un tarro de formaldehído en una atracción turística más allá de la frontera mejicana. De tal guisa vagó Randy de una consulta a otra durante unas semanas, como un descastado teratómico recorriendo un desierto postnuclear al que echaban de los pueblos las críticas de los desdichados y aterrorizados campesinos. Hasta un día en que entró en un despacho y la enfermera que le atendió casi parecía estar esperándole, y le llevó hasta una sala de examen para mantener una consulta privada con el cirujano que en ese momento estaba muy ocupado, en algo que consistía en lanzar al aire un montón de polvo, en otra de las pequeñas salas. La enfermera le ofreció asiento, preparó café, luego encendió la caja de luz, cogió la placa de Randy y la colocó en su sitio. Dio un paso atrás, se cruzó de brazos y miró maravillada la imagen.
Hace muy poco la Vengadora Tóxica participaba en un rol en vivo interpretando a Simone de Beauvoir. Fascinada por el personaje, la Vengadora se enfrascó en la lectura de una temprana autobiografía y de uno de sus ensayos filosóficos. Incluso visionó (¡dos veces!) un largometraje sobre la filósofa, en perfecto francés sin subtítulos.
Todo esto lo descubrí navegando por Internet, pero sobre todo leyendo un gran libro: Memorias de una Joven Formal. Una autobiografía redactada con crueldad, incluso hacia sí misma. Se tacha de tonta, inocentona, indecisa, boba. No trata bien a nadie en el libro, sólo es lo más imparcial que puede. Cientos de páginas que se leen con avidez.
El Friki es un ente fetichista y, como tal, venera los objetos que colecciona y los trata con un mimo que rara vez entienden las personas ajenas a sus aficiones (las del Friki). Dentro de ese grupo que no comparte esta clase de fetichismo hay un personaje que provoca en el Friki, cuanto menos, una ligera inquietud que, en las circunstancias adecuadas, puede derivar en odio furibundo y violencia física (o al menos el deseo de practicar la misma). Un personaje al que, a falta de un término más ingenioso, llamaremos el Antifriki.
“Mira, chaval: no se llaman bolsas. Se llaman fundas. Fundas, ¿vale? Y protegen mis cómics del polvo y de tus manazas grasientas. Y… Y… ¡Maldita sea, me has obligado a decirlo! ¡Y conservan su aroma!” Bueno, seguro que el Friki no le suelta lo de las manazas grasientas. Ni lo del aroma, claro. Si le dice lo del aroma, el Antifriki va a estar descojonándose una semana.
Vale, visto lo visto, este Antifriki no volverá a pisar el santuario. Jamás debió hacerlo, pero al menos el Friki ha aprendido la lección. Pero, ¿qué ocurre esa noche en que el Friki saca sus juegos de mesa? Está demostrado que los Antifrikis sienten verdadera fascinación por la fuerza de la gravedad. Es más: adoran demostrar su existencia con los componentes de los juegos de mesa. Siempre (¡siempre!) se las apañan para mandar al suelo alguna figurita de plástico/fichita de cartón/cubito de madera/dado. Y luego está lo de la comida. La cantidad de grasa que contienen los aperitivos que consume un Antifriki (con sus manazas, claro) en una velada de juegos es directamente proporcional al cariño que el Friki le tenga a los componentes de su juego de mesa. Para cuando acabe la partida, el Antifriki se habrá encargado de engrasar todas las figuritas. Ahora que están bien aceitosas, al Friki se le ocurre una siniestra combinación entre esas piezas y ciertas partes de la anatomía de su Némesis. ¿Y si el juego es-de/tiene cartas? “Vamos a ver: ¿Qué necesidad tienes de estrujarlas de esa manera? ¡No pueden defenderse, maldito cobarde! ¿Te digo lo que puedes estrujarte?”
Los años 80 están llenos de bandas míticas que siempre tendrán su lugar en el corazón de los amantes del Heavy Metal. Por supuesto, la legendaria agrupación alemana Accept fue una de ellas, y discos como Breaker o Balls to the Wall resultan piedras angulares de esta cultura musical. Sin embargo, su cantante Udo Dirkschneider no veía con buenos ojos las tendencias americanas (musicalmente hablando) con las que, hacia finales de los 80’s, sus compañeros Peter Baltes y Wolf Hoffmann estaban coqueteando. Udo quería seguir haciendo metal clásico, con ese estilo “alemán” que había caracterizado a su banda desde sus orígenes a mediados de los 70’s. Y entonces, Udo se fue, y formó su propia banda.
