20 de febrero de 2007

Los Grabados

Detrás de la casa, en un patio tiznado de hollín, había un manzano que en otro tiempo estaba en el campo, hasta que el gris Londres había llegado hasta allí y se había tragado a sus amables vecinos verdes. Un día, en un acceso de laboriosidad, una mano anónima había recolectado todas las manzanas y las había colocado en el alféizar de las ventanas, donde llevaban varios años, durante los cuales pasaron de manzanas viejas a tumefactos cadáveres de manzanas y, finalmente, a simples fantasmas de manzanas. La casa tenía un olor potente, compuesto de tinta, papel, carboncillo, brandy, opio, manzanas podridas, velas y café, mezclado con el aroma personal de dos hombres que trabajaban día y noche en un espacio no muy grande y a los que nunca, bajo ningún concepto, se podía inducir a abrir una ventana.

Lo cierto es que Minervois y Forcalquier a menudo olvidaban que existían sobre la faz de la tierra lugares tales como Spitalfields y Francia. Durante días, habitaban en el pequeño universo de los grabados que hacían para el libro de Strange y que representaban cosas extrañas de verdad.

Imágenes de grandes corredores, construidos más de sombras que de cualquier material. Las oscuras aberturas que se veían en las paredes sugerían la existencia de otros pasillos, como si los grabados mostraran el interior de un laberinto. En algunos aparecían anchas escalinatas que descendían a oscuros canales subterráneos. Había dibujos de un páramo vasto y oscuro por el que discurría un camino desolado. El espectador parecía mirar la escena desde gran altura. En el sendero, lejos, muy lejos, había una sombra –una pequeña raya en la pálida superficie-, muy lejana para que pudieras adivinar si era hombre, mujer o niño, o si era humana siquiera; pero su presencia en todo aquel espacio despoblado era inquietante.

Un grabado mostraba la figura de un puente solitario, tendido sobre las brumas de un vacío inmenso –quizá el mismo cielo-, y, a pesar de que el puente estaba construido de la misma sólida mampostería que los corredores y canales, tenía a cada lado diminutas escalerillas que descendían en torno a sus robustos pilares. Eran unas escaleras frágiles, construidas con bastante menos habilidad que el puente, pero eran muchas y bajaban perdiéndose entre las nubes hacia Dios sabe dónde.



Tijeretazo de la novela Jonathan Strange y el señor Norrel, de Susanna Clarke


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